Antes de la revolución industrial, la gente trabajaba con herramientas manuales, fabricando artículos en sus propias casas o en pequeños talleres.
Así, en el tercer cuarto del siglo XVIII, el vapor se aplicó a las máquinas; hombres y máquinas se reunieron bajo un mismo techo en las fábricas, donde se podía supervisar el proceso de fabricación. Fue el comienzo de la gestión de almacenes.
En consecuencia, durante los cien años siguientes, las fábricas aumentaron rápidamente de tamaño, grado de mecanización y complejidad de funcionamiento.
Sin embargo, el crecimiento trajo consigo muchos despilfarros e ineficiencias. En Estados Unidos, muchos ingenieros, espoleados por la creciente competencia de la era posterior a la Guerra Civil, empezaron a buscar formas de mejorar la eficiencia de las fábricas.
Los modernos dispositivos tecnológicos, especialmente en los campos de la informática, la electrónica, la termodinámica y la mecánica, han hecho realidad las máquinas automáticas y semiautomáticas. Así pues, el desarrollo de dicha automatización conduce a una segunda revolución industrial y provoca grandes cambios en el comercio, así como en la organización del trabajo.
En consecuencia, estos cambios tecnológicos y la necesidad de mejorar la productividad y la calidad de los productos en los sistemas tradicionales de fábrica también modificaron las prácticas de gestión industrial. En los años 60, los fabricantes suecos de automóviles descubrieron que podían mejorar la productividad mediante un sistema de montaje en grupo. A diferencia de las antiguas técnicas de fabricación, en las que un trabajador se encargaba de ensamblar una sola pieza del coche, el ensamblaje en grupo otorgaba a un grupo de trabajadores la responsabilidad de ensamblar un coche entero.
Como consecuencia, en los años ochenta y principios de los noventa, muchas empresas estadounidenses intentaron aumentar su competitividad adaptando los métodos japoneses para mejorar la calidad de fabricación.
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